26 agosto 2010

SOBRE CHAPLIN (Y SOBRE POE)



El Otro Poe
por Abelardo Castillo

          Rilke enseñó famosamente a no aventurarse en ciertos temas, sobre los que, por haberse escrito mucho o de modo inmejorable, ya casi es imposible agregar nada. Voy a desoírlo. La literatura ya se sabe, es siempre una contravención. Voy a hablar de Chaplin.

          Chaplin, que en el cine del cura, en mi pueblo, se pronunciaba Chaplín (y suena mejor, suena a vidrio rompiéndose), no pertenece para mí a la historia del arte, ni siquiera a la del cine. Pertenece a otra historia, menos grandiosa, más atorrante: a la mía. A la de saltar un tapial o el cerco y, abarrotándose los bolsillos de nísperos, eludir el escobazo de la solterona indicadora de la propiedad privada. Una vez, cuenta un poeta, el universo cedió entero en el rectángulo de unos bigotitos.

           Desde entonces cada cual tiene el Carlitos que se merece. Cuando somos chicos usamos, todos, un Chaplín idéntico, con acento -un chaplín-, un vertiginoso Carlitos que esquiva fantásticas trompadas y tanto te golpea con un lampazo, como te aplasta una torta de crema en la solemne nariz. E l tiempo pasa, y de pronto uno sospecha si el verdadero Carlitos no será el defensor de muchachas pálidas, el doloroso Carlitos del beso para otro, de los finales por el camino.

           Ciertas lecturas, ciertos empujones de esos que habla Vallejo -"hay golpes en la vida, tan fuertes, yo no sé"- y Chaplin empieza a ser el rectángulo de un bigotito donde cabe el universo. El que cada uno se merece. Como pasa con Don Quijote. Como pasa con Dios. El Chaplin que yo digo es trágico. Duele. Ya no da alegría que se caiga de la silla, justo cuando debiera deslumbrar a Paulette Godart. Hay algo horrible en eso de saber que no son sus puños, como corresponde al héroe intrépido, si no el azar, lo que prevalece sobre el mafioso enorme. Y un día se comprende que la invulnerabilidad de Carlitos es aparente.

          Lo mismo que es aparente su elegancia. Dandy de extramuros, forma rotosa y arbritaria de Byron, Brummel de albañal -haciendo equilibrio con los pies en un ángulo imposible, como los ebrios, como los equilibristas sobre la cuerda floja-, ese Chaplin que yo uso se parece a otra persona. Su levita, su bastón, sus bigotitos insensatos, y sobre todo su manrera borracha de caminar, me recuerdan extrañamente otra levita, otro bastón, otros bigotitoss rectangulares que ya anduvieron otra vez por el mundo. Gomez de la Serna, creo, fue el primero (quizá el único), que advirtió el parecido físico del que hablo. Porque la terrible magia quiso, para que haya paz en mi alma, que Chaplin se pareciera a Edgar Poe.

          Vistos de atrás, lléndose uno por el camino de tierra que seguramente conduce al epicentro de la esperanza; deambulando, el otro, por la torcida perspectiva de algún sombrío callejón de Baltimore, podría jurarse que son el mismo. Dialécticas fantásticas enseñan que son el mismo.

         Porque si cada cosa, en su hondura, sueña su más estremecedor contrario, del cielo al infierno, de la piedad al desprecio, del amor a la vida al horror por la muerte, ¿que distancia hay? Una vez imaginé que Poe murió para que viviera Whitman. Ya no lo creo. Poe resucitó dialecticamente en Chaplin. Por eso Trompifai todavía lo persigue. Hubo un griego que recordaba su múltiple pasado de guerrero, de árbol, de pez, de muchacha; Chaplin, ignora que una vez fue Poe. Sin embargo, en alguna película aparecerá - de espaldas- ante la puerta de una taberna, con el pie envuelto en un trapo.

          Y uno recuerda entonces un salto que consignan las biografías de Poe, y un reventón, el más inmortal desfondarse en un zapato que registra la historia de la poesía porque le aconteció al único par de botines que tenía el más grande poeta de su tiempo. No sé si Poe se envolvió el pie en un trapo, pero a la taberna fue. Siempre iba.

          Un año antes de morir Poe, Esatdos Unidos anexo los yacimientos de oro más grandes del continente; Poe no tuvo tiempo de hacer la mochila e ir a descubrir alguna veta: vendió el poema más bello de la lengua inglesa en cinco dólares. La pequeña Virginia Clemm, entonces, murió tísica. Otro hombrecito, muchos años después, filmará una cinta, descubrirá un yacimiento y salvará una muchacha.

          Los dos entendieron que la rendición de los hombres está en ser como los chicos; Carlitos los recuperó para la infancia de la risa; Poe para la del miedo, elemental. A veces los sueños de Poe se enmarañan con los de Charlot y escribe un cuento como El Método del Profesor Alquitrán y el Doctor Pluma, que pudo ser imaginado por Chaplin; y este filma Monsieur Verdoux, que pudo ser una pesadilla de Poe. Usher tapiaba sus mujeres; Verdoux las quema. Cada hombre es la proseguida tentativa de otro hombre. El que yo digo anduvo a tropezones una terrible noche de Baltimore. Recortada contra los torvos callejones, su apostura antigua de caballero sureño, raída, le daba una rara apariencia de dandy del arroyo.

          Al doblar una esquina -borracho a muerte, con láudano- estuvo a punto de caer despatarrado y el vigilante que lo seguía se atusó el bigote. Durante un segundo solo hubo la luna histérica, de Albayalde, sobre la calle. Y entonces ocurrió. El caballero de la tropezante figura, de pronto, había resuelto para siempre el problema más grande de su vida.

          Era el 7 de octubre de 1849, y para eso se había escapado de su casa una remota Nochebuena. Maravillosamente recuperó el equilibrio. Abrió los pies, reboleó el bastón, le crecieron desaforados zapatos de polichinela, giró sobre sus talones, y al regresar -quitándose el sombrero con rápido saludo- pasó, muy orondo, ante el perplejo vigilante nocturno. Después se inventó un camino. Y así anda por el mundo, de lo más entero, saludando a la gente por cualquier motivo, salvando muchachas, rompiendo vidrios, levantando una bandera roja, comiéndose los cordones de los botines, jugando, para siempre a ser Carlitos.

Incluído en Las Palabras y los días,
Abelardo Castillo, Emecé, 1988

13 agosto 2010

JENJI


Este es el viaje lisérgico que emprende el entrañable Hombre de Jenjibre, en una de las mejores escenas de la mediocre Shrek 3 (la más floja de las cuatro partes).

Acosado por el Capitán Garfio, se pega un viaje de aquellos recorriendo toda su vida en perspectiva, como cualquier "hombre" que ve de cerca su propia muerte.

Su nacimiento y creación, su niñez, el colegio, el primer beso, su casamiento, todo pasa en menos de un minuto por su afiebrada mente.


El mejor personaje animado en mucho tiempo...