Una sola cosa no le perdono a Maradona, entre tantas, inagotables
otras que le agradezco eternamente: que ‘por su culpa’ no he podido amar
a Messi. No he podido. Nada, ni un poquito, ni un
rato, ni una jugada. Un verdadero escándalo para alguien como yo, que
se dice amante de la belleza. La monogamia y el monoteísmo me imponían
con furia medieval una fidelidad que no aceptaba nada que no sea un amor
exclusivo, posesivo, demandante.
Nada. Ni poliamor, ni una cañita al aire. Ni politeísmo, ni ecumenismo. Fue retirarse Maradona e iniciar una viudez típica de mi abuela italiana, ese duelo que impedía sonreír o llorar ante todo lo que no fuera la foto o la tumba del marido ausente. No he podido ‘ver’ a Messi. Lo he intentado, procuré dejarme fluir ante la evidencia de su genio, pero no pude. Para colmo, tengo amigos que dicen amar con igual ardor a Diego y a Lío. Me emociona, realmente, ver a gente que hace la estatua de Lío sin fundir la de Diego. Me parece, de hecho, un acto de justicia poética y deportiva esa bandera con el rostro de ambos flameando en las canchas. Pero… Ah, yo ni siquiera podía, como me sugería mi joven amigo Mati Marongo, “querer a Messi, con la foto de Diego en la mesita de luz”.
Nunca he
estado cómodo con mi ceguera. La he vivido como un verdadero drama, como
una especie de hemiplejia futbolera. He padecido esa obsesión, toda vez
que alguien aludía a Lío, de escuchar la parásita frase: “No, pero el
Diego…”. Por eso, a diferencia de casi todos los pertenecientes a la
comunidad maradoniana, yo he procurado entender la devoción
‘messiánica’; he intentado, ya que no la empatía, al menos una especie
de tregua racional ante los sentimientos de los fanáticos de Lionel.
Pero… no hace tanto, en un asado... tres de la mañana, ríos de vino, risotadas desenfrenadas, párpados derrotados, abrazos yuxtapuestos… y alguno de golpe inició la detonación de un destino:
-Y ahora que Messi levantó la copa, ¿qué vas a decir? –me interpeló uno, que no era tan amigo como para inquirirme de ese modo.
Tomé aire, mucho aire; pero, claro, antes había tomado mucho vino. Preferí, no obstante, la reflexión conciliatoria:
¿Qué voy a decir? Que estoy feliz, que por fin abracé a mis hijos sin joderlos con mi melancolía ‘ochentiseisca’, que creo que Messi campeón del mundo es uno de los actos de justicia deportiva más grande de todos los tiempos…
Entonces ese bobo al que Messi le preguntaría “¿Qué mirás?” dijo lo que jamás hay que decir cuando hay en una misma mesa maradonianos, vino y cuchillos. Es el acto de justicia más grande de todos los tiempos, porque se hizo justicia con el más grande de todos los tiempos…
Ahora no tomé aire; tomé más vino. Mucho vino, y dije:
Aún debajo de esa cara de mamerto que tenés, que aniquila cualquier fisonomía, se nota que rondás los cincuenta años. Y nadie, en Argentina, con tu edad, puede decir que alguien es mejor que Diego. Eso lo puede decir un nene, un adolescente o un catalán… un cincuentón como vos no lo puede decir. Bueno, ya lo dijiste, lo que quiero que quede claro es que no voy a permitir delante de mí, en un asado, en Argentina, que alguien lo diga…
El devoto de Lío acercó su cara a la mía y escaló el conflicto:
¿Y quién me lo va a impedir? –preguntó, retóricamente.
Dicen los que estaban allí que mi cara se transformó, que tomé un cuchillo, le di uno a él y, como Dahlmann, salí a la calle. Dicen que hubo bravuconadas de patio de escuela, pero con cuchillos flameando.
Vuelto de ese oprobio, decidí tomar una decisión que venía meditando hacía un tiempo: ‘curarme’, no de mi amor a Diego, pero sí de su aspecto nocivo; el que no me permite querer al genio rosarino.
Pensé: si terapias cognitivo-conductuales pueden torcer destinos de hierro como las adicciones o las fobias; ¿por qué no podría yo abolir ese maradonismo que me privaba de un disfrute sublime?
Un amigo me dijo que en el barrio atendía un psiquiatra que había logrado que su tío aracnofóbico jugara con las tarántulas como si fueran un perro. Hacia él fui, pues, con la paradojal esperanza de los desesperados.
Todo lo que las sesiones fueron revelando era de
una lucidez y una eficacia que rápidamente abortó mi indómita
desconfianza en las clásicas terapias freudianas. Nada buchonear a
nuestra madre; primero, programación lingüística: el hombre me pidió
que, toda vez que una frase viniera a alojarse en modo obsesivo en mi
mente la reformulara. Así, las clásicas “No, pero el Diego…”, “En la
época del Diego…”, “El gol a los ingleses…”; rápidamente fueron suplidas
por “Cada época tiene su genio…”, “Los Maradona, los Messi…”. Superada
esta primera barrera apareció otra, ardua, que encaré con optimismo: el
doctor me pidió que evitara por un tiempo –hasta que él lo indicara- ver
videos de Diego. No fue fácil la abstinencia, pero en un par de semanas
superé la prueba. Entonces… uf, qué desafío: debía, cuando asistía a
una discusión entre maradonianos y messiánicos, ponerme del lado de
estos últimos, tratando de elaborar argumentos que fortalecieran su
devoción. Examen superado.
Los meses pasaban y hasta yo mismo me
sorprendía de mis logros; una noche, de hecho… ¡soñé con Messi! Me
levanté llorando de emoción. Un domingo a la tarde, estando solo, me
puse a ver videos de Lío; terminé yendo al otro día a comprar unos
stickers suyos y los pegué en la heladera, al lado –geométrica y
simbólicamente- del de Diego en México.
Estaba, por fin, saliendo de la peor soledad: la de quien no puede
estar alegre donde todos lo están. Estaba, ya con Diego en el más allá,
permitiéndome una noche de amor de viudo en plan de resetear su vida
afectiva.
Una tarde, releyendo la Divina comedia, no me indigné
cuando Dante afirma la superioridad de Aristóteles sobre el resto de
los filósofos, relegando a Platón. Esa noche soñé que Dante me decía:
“El verdadero genio no es aquel que permite decir de él que es el mejor
de todos; sino aquel que impide que se diga que puede haber alguien
mejor que él”. La cura estaba, al fin, por formalizarse.
Pero faltaba la última prueba. Anoche un grupo de fanáticos de Messi me invitó a una reunión devocional. No sólo me convocaron para que sea ‘uno de ellos’, sino que, en medio de la noche… ¡me pidieron que yo cerrara el evento dando un discurso! Tomé la palabra con una emoción que sólo me producía pensar en Diego. Superé las culpas de ultratumba y dije:
“Como ustedes saben, hace algún tiempo decidí librar una
batalla contra un aspecto de mí que me ha hecho mucho mal: ese amor a
Diego que me ha llevado, injustamente, a malquerer a Lionel. Él jamás
mereció esto, y tuvo que cargar, ya que del ‘messías’ se trata, con esa
cruz tan dolorosa e infame. Yo formé parte de esa caravana insólita,
absurda, que creyó que la única manera de amar a Diego era no amar a
Lionel. Yo era, ustedes saben, ese bravucón que en un asado no deja que
nadie hable bien de Messi. Es realmente maravilloso que hayan tenido
este gesto conmigo, que hayan preferido que fuera yo quien hablara y no,
con todo derecho, uno de ustedes; tal vez porque, sencillamente, yo
ahora soy uno de ustedes.
Por cierto, si yo fuese ahora el que era hace
algunos meses estaría, ante un grupo de fieles a Lío, desplegando mis
argumentos ‘anti’: que la actuación de Diego en el 86’ es incomparable,
que su segundo gol a Inglaterra es el más grande acontecimiento de la
historia del fútbol y de la historia argentina; que Diego brilló en
equipos mediocres; que pudo ser el más grande futbolista siendo un
deportista desastroso; que la belleza de su arte prescinde de la mera
cantidad; que jamás lo escuché, ante un pregunta incómoda, contestar “Yo
de eso prefiero no opinar”…
Estas cosas, seguramente, hubiera dicho yo
hace unos meses ante un auditorio como ustedes. Y ahora estoy acá, para
decirles –de pronto vi un cartel detrás de la multitud que pontificaba:
“Messi: el más grande de la historia”-… Para decirles que todo lo que
acabo decir lo sigo pensando y que ustedes, si creen que Messi fue el
mejor de la historia… la tienen adentro”.




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