12 septiembre 2006

MONOBLOC (Cuento)


MONOBLOC
por José Luis Otero


Luis no se diferenciaba en nada de esa anodina estación de trenes. Lo emparentaban la lúgubre tristeza y una mañana de un raro aspecto grisáceo, corriente. La suciedad era lo único que desentonaba. Esperaba sin esperar nada en un verde y ajado banco. Una tristeza, bien visible a simple vista. La apatía de su rostro. Su inmóvil cuerpo. Todo surcado por señas de una mal llevada vida. Su morada en el pétreo monobloc, su familia, sus escasas changas, su agrio barrio, los transparentes vecinos. Todo en su vida era grisáceo y corriente.

La estación siempre indiferente y en sepulcral silencio, se va atestando de gente. Palabra que no hace justicia a un rejunte de espectros sin gracia, sombríos; pugnando siempre por un preciado y corroído asiento. Luis seguía sentado, como ausente, mirando a lo lejos sin mirar. Buscando una explicación a algo que sabía, cambiaría toda su vida. No aparentaba en su gesto el infierno vivido, pero todo, comenzaba a verse más claro...

Otra insulsa madrugada, otra mañana gris -dijo para sus adentros. Ajeno a todo, miraba desde su precaria ventana, el cruzar por la autopista a toda velocidad de esos nerviosos autos. Como si fuesen cochecitos de colores en una especie de scaletrix mal diseñado. Su señora adormecida y todavía con la marca de la almohada, preparaba café. Era atractiva a pesar del notorio abandono. El amor, fue mutando en respetuoso cariño. La temida convivencia. O la más temida falsedad.

Las discusiones diarias por ver quien paseaba al Puky. La radio los domingos que vomitaba el mismo tedioso partido de Huracán. Los desayunos apáticos. El lujo culposo de alguna bebida con alcohol. La caminata al atardecer por el suburbio. Eso era en verdad todo lo que tenían. Sus sueños, tenían la misma distancia estilística, que las que separaban los cd de Beethoven y cumbia villera, que yacían amontonados sobre una cómoda vencida por el tiempo. El desempleo rondaba sobre el monoambiente como un fantasma que se colaba sin permiso en cualquier conversación.

No queda café- dice ella. Él, indiferente, se rasca la cabeza como pensando sin dejar de mirar el horizonte. Se hundía la desesperanza en los tazones de té con leche. Todo olía a resentimiento. Reflejos de un hecho pasado y cruel. Natalia. Su recuerdo helaba la habitación. El fuego interno de Luis parecía haber desaparecido cuando se la arrancaron de su vida. Nunca se supo bien que pasó y nunca nadie vió nada. Como si no hubiese existido...

-La Naty- repetía como un mantra. Se lo acusaba de su impericia como padre, de una severidad lindante con la ignorancia. De un llamativo letargo después de lo sucedido. Los reproches de María calaban hondo en el acusado. Culpable, de castigos corporales y un cariño empalagoso que la niña quizás nunca llegó a comprender. Rechazaba todo escudándose en la depresión y profunda indiferencia materna para con su gema. A pesar de cinco largos años, nunca llegó a comprender la lejanía. Derramaba lágrimas en la oscuridad tanto como indiferencia al alba.

Pero algo había cambiado. Sus cejas extrañamente arcadas, daban a entender que esa mañana había decidido no soportar más. Su ser pedía libertad. En el rostro adusto de María se le antojaba una excusa. Llevó la taza a medio tomar hacia la pileta en un gesto ajeno, y su inmediata acción fue tan artera como inesperada. Se podría decir, hasta improvisada. Con ímpetu y rápido movimiento, la derribó de un golpe con las pocas fuerzas que tenía. Tomó el cuchillo enmantecado y sin filo que sobresalía de la mesa, y lo clavó repetidamente y sin pausa, en el pecho de la inmóvil y sorprendida mujer.

Ni esperó ver el fluir de la sangre. Ya sabía por el sordo ruido que no había nada por hacerse. Tomó su saco de lana del respaldo de la silla con relativa tranquilidad, y caminó hacia la puerta. Dió tres pasos y notó una mirada sobre su hombro. Los ojos acuosos de Puky agradecieron su libertad total. Se dirigió hacia la estación sabiendo que nadie escapa de sí mismo. El camino le pareció por primera vez onírico y epicúreo. La culpa nunca llegó a asomarse siquiera. Su mente durante el trayecto, estaba absorta en pensamientos que conducían solo hacia Natalia. Su compañera de desdichas, era ya un pasado difuso y tenue como para preocuparse.

Luis no se diferenciaba en nada de esa anodina estación de trenes. Se levantó del banco y caminó lentamente sobre el filo del riel, como en antiguos juegos infantiles, buscando un punto lejano e inevitable. Nada le importaba cuando decidió arrojarse sobre las vías del ferrocarril. En el sitio elegido, el tren parecía un gigante monstruo metálico y desbocado. Gris. Nadie pareció oír el lejano ruido de huesos rotos, como acostumbrados a circunstancias y emociones más fuertes. Solo al perderse el tren, se veían unas medias que contrastaban por su blancura con el paisaje. En su andar, pensaba como contar las razones de su larga ausencia. Soñaba poder mirar nuevamente a los ojos a su padre y abrazarlo fuertemente.

Al llegar, pisando el marco de la puerta entreabierta, Natalia se sorprendió. No recordaba que su ventana contenía un amanecer tan anaranjado y bello. Como pintado por alguien ajeno al lugar.

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