23 enero 2007

CARA A CARA CON CARA DE PALO

Esta extraña nota es realizada por Humberto Arenal, un periodista de La Habana, Cuba. Decimos extraña porque pasa sin límites de una fascinada admiración hacia Buster Keaton, hasta un odio -entre mezquino e intolerante- por un cambio de opinión con su ídolo de antaño. Una extraña y simpática curiosidad.


El cine llegó temprano a mi vida. Creo que yo tendría unos diez años cuando mi padre me compró un proyector de cine manual de uso y lo reparó, con esa habilidad que siempre tuvo para arreglar los más disímiles aparatos mecánicos. Las películas de 35 mm estaban aseguradas porque mi tío Cuco, hermano de mi padre, era proyeccionista de cine (entre otras profesiones, pues también era relojero, sastre y mecánico de locomotoras como mi padre) y las traía prestadas del cine donde trabajaba.

Nuestras películas preferidas eran las de Charles Chaplin, "Canillitas" como lo llamábamos entonces. Pero también traía películas de Harold Lloyd, Rodolfo Valentino, Mary Pickford, y muchos otros. Y un día trajo como una novedad una de un actor muy singular que se llamaba Buster Keaton, pero al que le habían puesto el apodo de Cara de Palo. Era un actor muy parco, triste, en apariencia inexpresivo, sorprendente, y jamás reía.

A pesar de todo esto, hacia reír. Recuerdo muy bien el nombre de esa primera película, El navegante, porque la vimos muchas veces. Keaton venía del circo donde logró ser un consumado acróbata y también trabajó en su juventud en los music halls de Estados Unidos. Entonces yo no sabía nada de esto, lo supe después cuando lo entrevisté en 1958 en Nueva York. Era increíble, pero toda la magia del cine se lograba de la manera más sencilla: una sábana blanca, una sala oscura y un público primordialmente de niños y adolescentes que reíamos, gritábamos, hablábamos; regocijados al máximo.

Cuando me encontré con Buster Keaton en una conferencia de prensa en Nueva York le dije lo de mi experiencia personal con sus películas y le interesó mucho que le contara. Para él fue algo nuevo y estimulante saber que en aquellas proyecciones familiares su arte era altamente apreciado por aquel público ingenuo pero muy genuino. Mientras le contaba me decía: “Amasing, amasing” (Sorprendente, sorprendente), muy complacido. Y me preguntó varias veces: “¿Y entendían mis películas?” Le contesté que sí porque era verdad, aunque no le dije que su humor hermético, inexpresivo, no nos era tan grato ni hacía reír tanto como nuestro favorito, que era Canillitas.

Inevitablemente le pregunté sus opiniones sobre Chaplin, pues sabia que en una época había existido una gran rivalidad entre ambos, en la que siempre salía ganando Chaplin. Pero los había visto en 1952 trabajar juntos en Candilejas y medir sus fuerzas de igual a igual, aunque la película, lógicamente, estaba dominada por su director y actor principal: Charles Chaplin. Fue bastante objetivo y justo en sus comentarios que fueron muy parcos, que era no sólo su estilo cinematográfico sino personal.

Me dijo que Charles (siempre se refirió al otro así, usando solo el nombre) era un gran actor, un incansable trabajador, un perfeccionista. Nunca antes habían trabajado juntos, tenían estilos muy diferentes. El suyo era contenido, introspectivo y el de Charles era democrático.“Pero Charles fue muy respetuoso conmigo, me dejó hacer las cosas a mi manera”, me dijo Keaton. Quizás la verdad estuviera en que se decía que Chaplin le había dado trabajo en Candilejas sobre todo por la mala situación económica de Buster Keaton que apenas trabajaba.

Además, era sabido que durante un buen tiempo se había convertido en un alcohólico, aunque en la entrevista solo se tomó una Coca Cola. En esa época, que fue al final de su carrera y de su vida (murió en 1966) vivía haciendo comerciales para la televisión.
Le pregunté su opinión sobre Cantinflas, los había visto trabajar juntos en Alrededor del mundo en 80 días, y me respondió que tenía una mala opinión del cómico mexicano. Me confesó que lo consideraba un actor exagerado, externo. Que dependía mucho de la palabra. No creía que había hecho bien el personaje de Paspartout, que no sabía por qué el director lo había escogido.“Quizás fue porque dicen que puso una buena cantidad de dinero para el presupuesto de la película.”
El comentario era rencoroso, de mala fe. Por eso le dije que en los países de habla hispana Cantinflas era considerado un gran cómico, que hasta habían inventado una palabra aceptada por el diccionario “cantinflismo”. Y ese hombre que no sonreía fácilmente dijo con una sonrisa sardónica: “Quizás entre ustedes resulte gracioso, ustedes tienen otro sentido del humor.”

Era como para haber seguido la discusión hacia otros limites, pero en una entrevista colectiva no cabía más que dejarlo con su resentimiento. Buster Keaton había sido para mí un maravilloso recuerdo de la infancia. Una de esas imágenes preciosas que uno conserva toda la vida. Son quizás recuerdos idealizados, ingenuos, y verdaderos que uno quiere y debe conservar.Un ídolo roto, mantenido desde la infancia, es algo muy doloroso. Esa es una de las ingratitudes que puede tener el trabajo periodístico en algunas ocasiones.


Del libro Encuentros, Ediciones Unión (2002)


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